En un libro recientemente publicado, el profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad CEU San Pablo, Juan Pablo Maldonado, recuerda el recelo que tenía Ángel Ganivet hacia la Propiedad Intelectual
“Yo no he aceptado nunca como cosa legítima la propiedad intelectual: hasta tengo mis dudas acerca de la propiedad de las ideas. El fruto nace de la flor; pero no es de la flor, es del árbol: el hombre es como una eflorescencia de la especie y sus ideas no son suyas, sino de la especie, que las nutre y las conserva. Los hombres son muy propensos a darse demasiada importancia, a creerse cada uno un centro de vida y de creación ideal: más justo creo yo que sería retroceder un poco y buscar el centro de gravedad dentro de la base, hacia el comedio de la evolución ideológica en que nacemos y de la que somos siervos humildísimos. Pero aun aceptada la propiedad teórica de las ideas, hay mucho camino que recorrer antes de llegar á la propiedad práctica de la obra intelectual, hay que ver si se opone a la naturaleza íntima de las ideas y al papel que éstas han de desempeñar en el mundo. Más necesaria es la propiedad de las cosas materiales y sin embargo existe la expropiación forzosa y no ha habido reparo en desamortizar cuando así pareció útil y oportuno y no falta quien aspire hoy a una desamortización general. El socialismo no es un fantasma, es una fuerza positiva o negativa, pero de todos modos una fuerza que ha de influir en la evolución de nuestras instituciones legales y políticas [Ganivet no se equivocaba con este pronóstico]. La propiedad individual está, pues, subordinada a intereses superiores y siempre que éstos lo exijan no debe de haber inconveniente alguno en sacrificarla; preciosa es también la vida y se la sacrifica por el ideal cuando el ideal así lo exige” [el comunitarismo de Ganivet es evidente].
“La propiedad intelectual está fundada sobro un error profundo. Cuando el trabajo del hombre se inspira en la idea de lucro, bien es que se lo estimule mediante el interés personal; pero es incongruente aplicar el mismo principio a las obras de la ciencia ó del arte, las cuales no deben de tener otro motivo de inspiración que el amor a la verdad o a la belleza. Conceder patentes de invención a un sabio o a un artista es convertirles en industriales de la ciencia ó del arte, excitarles á que conviertan sus obras en artículos de comercio. Así ocurre que hoy no se trabaja ya para remontarse a grandes alturas, para crear obras maestras; los modernos obreros intelectuales se conforman con inventar un modelo que sea del agrado del público y multiplicarlo después en “series” de obras análogas y productivas; ni más ni menos que los industriales, que una vez acreditado un artículo se consagran á explotar el filón y producen a destajo para satisfacer las “exigencias do la demanda”. Antes teníamos el dolor de ver a los genios morirse de hambre y ahora tenemos la alegría de ver gordos y colorados á muchos que no tienen nada de genios”.
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